Por Víctor Eddy Mateo Vásquez
El “transfuguismo” o como se le denomine en otras latitudes, “cambio de afiliación” o “infidelidad partidaria”, es un comportamiento político antiético que ha existido desde hace muchos años y poco aporta al fortalecimiento de la democracia.
El hecho de que el legislador y ciertas instancias judiciales no hayan atacado correctamente este mal, no es óbice para reprochar el mal comportamiento de hoy, que nunca molestó a los de ayer, y viceversa.
No puede ser considerado antijurídico, porque dicha figura no se contempló correctamente por el legislador a través de la Ley 33-18. De hecho, dicha cuestionada norma fue fruto de un largo debate que inició en los años 80.
Incluso, ciertos actores que hoy ocupan altas posiciones en instancias de poder, criticaron durante largo tiempo la mencionada mala práctica. Sus escritos están recogidos en artículos y libros de su autoría. En la actualidad, deciden guardar silencio, pues su interés cambió.
Si bien es cierto que cada quien tiene derecho a elegir donde quiere estar, no menos cierto es que los partidos políticos han perdido su esencia, pues la disciplina a nivel de militancia se supedita a estar en el Gobierno o no.
Para quien está en ventaja, sumar adeptos es conveniente; para quien pierde esos adeptos es señal de debilitamiento. Ahora, para quienes han sido fieles a sus partidos en las buenas y en las malas sin importar los años fuera del poder, es un trago amargo, ya que muchas veces esos que llegan reciben mejor trato que quienes soportaron tempestades y, posteriormente, aspiran a recibir su compensación por haber sido leales.
Como bien es sabido, la figura del transfuguismo no es homogénea. Cada país posee contextos distintos. Naciones como Colombia, Panamá, Brasil, Ecuador, entre otros, han legislado al respecto. ¿Por qué lo han hecho? Precisamente porque ese comportamiento sociopolítico no es correcto, aunque cada quien elija donde estar coyunturalmente, lacera el sistema.
En nuestro país, -durante diferentes épocas- todos los partidos políticos dominicanos (pequeños y grandes) han sufrido y llevado a cabo esta mala práctica, porque el presidencialismo local y sus bondades lo hacen atractivo. Más cuando la reelección es posible.
Esta es una de las razones por las que la ideología en política ha desaparecido. No hay interés en formación política, porque las organizaciones se han convertido en maquinarias electorales y, como no se gana sin alianzas, alquilan y venden sus signos distintivos para mostrar fortaleza.
Aunque la cantidad de esos miembros/afiliados de tales partidos sea ínfima, el daño a la democracia es evidente y su calidad desciende cada vez más. Lo que sin lugar a dudas, aleja la institucionalidad soñada y resulta lo que tenemos: un sistema de prebendas.
En ese tenor, respetando el derecho que asiste a cada ciudadano para estar donde sienta o quiera, poner límites se hace necesario. No es justo que cada período electoral sea sujeto de esta cuestionada práctica. Daña la democracia interna de los partidos.
Ahora bien, el tema de que si el TSE o el TC como instancias judiciales, hayan fallado a favor o en contra, resulta ser un ejercicio muy relativo y particular a los casos envueltos. A Mi entender, no se le ha dado el interés debido para aportar a la doctrina en ese sentido.
En fin, independientemente de los derechos fundamentales envueltos (lo que es correcto, sobre todo en un Estado Social y Democrático de Derecho), las organizaciones políticas, el Congreso e instancias judiciales deben atacar el problema de raíz, porque, para quien tenga el Gobierno siempre será ventaja competir y los méritos nunca servirán. Es que hasta para formar parte de un órgano como la JCE debe ser por conveniencia política de quien esté en el poder. Y eso no es institucionalidad. Y si lo es, entonces es maquillada.
El autor es abogado
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